En Santa Catalina el rumor de los largos hábitos de las religiosas se intuye entre las paredes. Una a una las calles del Monasterio -verdadera ciudadela dentro de la ciudad- revelan la historia de un pasado atrapado entre la piedra de sillar y los óleos coloniales, entre las altas bóvedas y las graníticas plazas.
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Acaso debido a esa nobleza de linaje y a la riqueza de sus familias, es que el monasterio fue decorado con las más valiosas pinturas pertenecientes a las escuelas Quiteña y Cusqueña, entre muchas otras firmadas por maestros italianos y españoles, y que se tuvo, además, especial cuidado en el acabado de sus edificios. La plaza principal, cuyas puertas conservan la magia de sus finísimos acabados e imaginería tallada en madera, ostenta una pileta traída especialmente de España y hecha enteramente de granito. Los colores ocre y añil de sus calles y patios - bautizados con nombres de ciudades españolas- están decorados con hermosas flores y geranios rojos.
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Hoy, recorrer el Monasterio de Santa Catalina toma alrededor de una hora, una hora de ensueño, una hora en la que pueden descubrirse siglos de tradición.
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