En Santa Catalina el rumor de los largos hábitos de las religiosas se intuye entre las paredes. Una a una las calles del Monasterio -verdadera ciudadela dentro de la ciudad- revelan la historia de un pasado atrapado entre la piedra de sillar y los óleos coloniales, entre las altas bóvedas y las graníticas plazas.
Ubicada en el centro de Arequipa, Santa Catalina es el orgullo de sus pobladores: en sus más de 29.426 m2 de superficie se levanta una obra maestra de la arquitectura y se guarda parte de lo mejor del arte religioso hispanoamericano.
Fundado en 1580 bajo la anuencia del Virrey Toledo, el "Monasterio de Monjas Privado de la Orden de Santa Catalina de Sena" fue abierto al mundo casi 400 años después, en 1970. Sólo desde entonces el visitante puede recorrer los claustros y calles que, durante la colonia, se convirtieron en el refugio y el hogar de mujeres, nobles en su mayoría, que habían decidido alejarse del mundo y consagrarse por entero a la oración.
Acaso debido a esa nobleza de linaje y a la riqueza de sus familias, es que el monasterio fue decorado con las más valiosas pinturas pertenecientes a las escuelas Quiteña y Cusqueña, entre muchas otras firmadas por maestros italianos y españoles, y que se tuvo, además, especial cuidado en el acabado de sus edificios. La plaza principal, cuyas puertas conservan la magia de sus finísimos acabados e imaginería tallada en madera, ostenta una pileta traída especialmente de España y hecha enteramente de granito. Los colores ocre y añil de sus calles y patios - bautizados con nombres de ciudades españolas- están decorados con hermosas flores y geranios rojos.
Hoy, recorrer el Monasterio de Santa Catalina toma alrededor de una hora, una hora de ensueño, una hora en la que pueden descubrirse siglos de tradición.
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